Arquidiócesis de Yucatán
Vicaria de Pastoral
Reflexiones para las
Pequeñas Comunidades Parroquiales
2ª. REFLEXIÓN
2. La reconciliación, dinamismo permanente
de la comunidad eclesial
I.
EXPERIENCIA DE VIDA
Mario es el más pequeño de tres hermanos y hace poco
vivió una experiencia que dejó una huella profunda en su vida. Antes de cumplir
los 18 años él era un muchacho que causaba problemas a sus padres por su mala
conducta en todas partes. Por las mañanas se escapaba de la escuela y prefería
pasar horas con sus amigos derrochando el dinero que le robaba a sus padres,
mintiéndoles de los modos más diversos que uno se pudiera imaginar. Sus papás y
sus hermanos se sentían tristes y avergonzados por el comportamiento de Mario y
le habían llamado muchas veces la atención, pero él les hacía caso omiso a
todos sus comentarios. Mario llevó una vida desenfrenada al decidir seguir el
mal ejemplo de sus compañeros, quienes consideraban que tenían derechos pero no
se fijaban en cumplir con sus obligaciones.
Un día la situación se agravó cuando Mario perdió en un
juego de azar todas las joyas que había robado de la caja fuerte de su madre.
Sus hermanos lo condenaron al enterarse de lo que había realizado, su padre se
enojó muchísimo, pero su madre sintiendo lo mismo oró y lloró por él. Mario,
avergonzado por su mala acción, decidió no volver a su casa, ya que se dio
cuenta del daño que había ocasionado a su familia al romper toda relación con
cada uno de sus miembros.
Por muy absurdo que pareciera, su madre intercedió una
vez más por Mario y pidió a su esposo y otros dos hijos dar una nueva
oportunidad a quien seguía teniendo también como hijo. Sus padres y sus
hermanos tomaron aquella noticia con tosquedad. A pesar de la actitud de los
demás, su madre lo buscó por todas partes y lo encontró arrepentido. Le
manifestó su afecto y su perdón y lo invitó a regresar a casa. Ahí su papá y
sus hermanos lo recibieron desconfiadamente, pero con el paso del tiempo Mario
se esforzó en ser alguien mejor, demostrando a sus padres y hermanos que había
aprendido la lección, pues había experimentado en carne propia el gozo del
perdón.
II.
ILUMINACIÓN
“Es voluntad de Dios que todos los
hombres se salven…” (1Tim 2,4).
La proclamación del Evangelio de
Jesucristo a todos los hombres busca llevarlos a vivir en comunión con Dios, en
ese mismo Jesucristo, a quien ha enviado como Salvador y Redentor. “Dios ha
querido santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna
de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confiese en verdad y le
sirva santamente”[1]
En efecto, es la comunión de vida con
Dios y en Dios la que realiza la plena liberación del hombre del pecado y de la
muerte y le da la posibilidad de vivir en plenitud la vida eterna, en intimidad
con Dios, como hijo adoptivo suyo.
La propuesta de esta salvación en
Cristo, la invitación a la comunión por Él, con Él y en Él, constituye el
núcleo de la evangelización. En Él, de una vez para siempre, se ha establecido
la Nueva Alianza entre Dios y el hombre, por su Misterio pascual, por su muerte
en la cruz y su resurrección. De esta manera se ha realizado la reconciliación
fundamental entre Dios y el hombre que lo ha llevado a ser hijo en el Hijo, a
participar de su misma vida divina, a la posibilidad de vivir en comunión
eterna con Él.
San Agustín comenta: «El médico, en lo
que depende de él, viene a curar al enfermo. Si uno no sigue las prescripciones
del médico, se perjudica a sí mismo. El Salvador vino al mundo... Si tú no
quieres que te salve, te juzgarás a ti mismo»[2]
La respuesta al Evangelio se inicia con
esta primera aceptación de la acción de Dios en el hombre. La proclamación de
fe en la Trinidad, expresada en el Bautismo, es la condición para que el
Espíritu haga realidad esta reconciliación fundamental de la persona con Dios,
liberándola del pecado original e injertándola en Jesucristo.
La Iglesia nace del Espíritu Santo en
el Bautismo. No basta la fe para integrarse a la Iglesia; no somos un grupo de
personas que cree lo mismo, solamente; somos un grupo, una comunidad, en la que
Dios ha actuado; Él, su Espíritu, nos ha injertado en Cristo para hacernos
miembros de su cuerpo; Él vive en nosotros y por Él somos templos de la Trinidad;
Él distribuye sus dones, carismas y ministerios, haciéndonos diversos,
diferentes; él nos conduce a la unidad, mueve los corazones a la
reconciliación. Es el Espíritu quien conduce a la Iglesia. ´
“La Iglesia es en Cristo como un
sacramento, signo e instrumento de la comunión de los hombres con Dios y de la
comunión de los hombres entre sí”[3]
“…la Iglesia no se
puede hacer, no es el producto de nuestra organización: la Iglesia debe nacer
del Espíritu Santo. Al igual que el mismo Señor fue concebido por obra del
Espíritu Santo y nació de Él, también la Iglesia debe ser siempre concebida por
obra del Espíritu Santo y nacer de Él. Sólo con este acto creativo de Dios
podemos entrar en la actividad de Dios, en la acción divina y colaborar con
Él…”[4]
Es el impulso del Espíritu el que nos
atrae a la reconciliación con Dios; es bajo su luz como contemplamos y
comprendemos el misterio del Amor divino, especialmente de su misericordia; es
quien nos urge a la conversión y realiza en nosotros la transformación del
corazón; es quien, como a Jesús en el vientre purísimo de María, nos va
formando a imagen de Cristo.
Ya desde el Antiguo Testamento se proclamaba esta
acción de la divina misericordia que, fiel a sus promesas, fiel a su alianza,
fiel a sí mismo como Padre y Creador del hombre, ama al estilo divino,
perdonando, reconciliando, llevando de nuevo a la comunión: “El Señor ama a
Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo, y
por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando se
ve de cara a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo la
gracia a su pueblo. En la predicación de los profetas la
misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece
sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido.”[5]
“Por tanto, la Iglesia profesa y proclama la
conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su
misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno a
medida del Creador y Padre: el amor, al que «Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo» es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia
de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección
de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del «reencuentro» de este
Padre, rico en misericordia.
El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la
misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de
conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como
disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este
modo a Dios, quienes lo «ven» así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin
cesar a Él. Viven pues in statu conversionis (en estado de conversión)[6];… ”
Entonces, comprendiendo así el encuentro con la
divina misericordia, descubriéndose reconciliado en Cristo, el hombre se ve,
impulsado por el Espíritu, a vivir con esa misma misericordia, con ese mismo
estilo del amor divino, su reconciliación con los hermanos, a fin de ser todos
un solo cuerpo, a fin de vivir todos en la comunión eclesial.
No se entiende un proceso de conversión sin la
disposición básica a vivir un dinamismo de reconciliación entre personas,
grupos, comunidades. La Iglesia diocesana, parroquial, doméstica… está llamada,
en este proceso de conversión que iniciamos, a vivir en constante
reconciliación:
·
Aceptando siempre a todos como hermanos, hijos de
un mismo Padre, miembros de un mismo cuerpo, injertados en Cristo.
·
Disponiéndose a reconocer y aceptar, con la
tolerancia, paciencia y comprensión necesarias, la realidad diferente del otro,
su ritmo de conversión.
·
Procurando la superación de los conflictos y
liberándose de resentimientos, rencores y odios, para aceptar a los demás en el
amor que “todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1Cor
13, 7).
·
Participando en la acción común de la Iglesia,
colaborando con los hermanos, aceptando, respetando y valorando la acción del
otro y buscando su articulación para su mayor eficacia.
·
Pidiendo y dando el perdón, “hasta 70 veces 7”.
como regla fundamental de acción, a fin de crecer en la comunión interpersonal,
en el amor a todos como Cristo nos ha amado.
Es importante acentuar que, vivir en constante
reconciliación es propio de la vida de una comunidad eclesial y que, la
conversión personal tiene que asumir la reconciliación con los hermanos como
condición para lograr la comunión con Dios. “Quien dice que ama a Dios y no ama
a su prójimo, es un mentiroso” (IJn 4,20).
Preguntas
para asimilación en grupo:
a)
¿Qué
relación encuentran entre comunión con Dios, conversión y reconciliación?
b)
¿Por qué
la reconciliación tiene que ser un dinamismo permanente en la comunidad
eclesial?
c)
¿Cómo
vivir la reconciliación?
III.
COMPROMISO
En un
momento de silencio respondamos a las siguientes preguntas, expresando nuestro
compromiso a partir de esta reflexión:
a.
¿Qué acción debo realizar para expresar mi
reconciliación con Dios?
b.
¿Cómo participar y colaborar con la reconciliación
de los hermanos en la comunidad eclesial?
IV.
CELEBRACIÓN
·
Reconociendo que no hemos vivido como hijos y
hermanos pidamos perdón a Dios, diciendo juntos: YO CONFIESO
·
Jesús nos ha conseguido la reconciliación con su
Padre y nos ha hecho hermanos. Por esto: La paz del Señor esté con ustedes.
Todos: Y con tu espíritu. Dénse como hermanos un signo de reconciliación.
·
Cantemos todos: Iglesia Peregrina.
[1] Lumen Gentium No. 9
[2] (Sobre el Evangelio de Juan, 12, 12: PL 35, 1190). Citado en BENEDICTO XVI ÁNGELUS Plaza de San
Pedro Domingo 18 de marzo de 2012
[3] Lumen Gentium No. 1
[4] Reflexión de Benedicto XVI: La
reconciliación, don del Espíritu (5 de octubre de 2009) Inicio del Sínodo de
África
[6] Traducción del redactor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario